Aún cuando habían pasado tantos
años, Avryale se despertaba agitada y con el rostro dolorido. Había pasado
mucho tiempo, y aquellas pesadillas la visitaban ya con tan poca frecuencia que
cuando lo hacían se maldecía a sí misma por recordarlo.
Trataba de
calmar su respiración y se llevaba una mano al rostro, rozando las cicatrices
de su mejilla, que de vez en cuando se resentían.
En sus
sueños recordaba cómo la lanzaban contra la pared de roca de aquel siniestro,
frío y húmedo lugar. Recordaba los incesantes cortes en su piel, al ritmo de
sus propios alaridos de dolor haciendo eco en su mente, y cómo cedió a la
súplica gritando “¡No lo sé! ¡¡Por favor!! ¡¡NO LO SÉ!!”. Le hicieron
preguntas. Algunas de ellas no debía contestarlas. Y para las otras no sabía la
respuesta. Pero la peor parte llegaba cuando veía en sus sueños aquellos ojos
azules clavados en los suyos con total indiferencia, agarrándole el rostro con
fiereza y clavándole las garras de aquél maldito guantelete en la mejilla. Con
el pulgar aguantaba su mandíbula mientras los dedos índice y corazón, clavados
en su piel, se deslizaban hacia abajo desgarrándole el rostro mientras ella
gritaba y él le susurraba “no vas a salir de aquí”.
Pero si aquella
funesta promesa se hubiera cumplido, ella no estaría en aquél momento, casi
ciento cincuenta años después, a meses de distancia, con las heridas sanadas y
cicatrizadas, buscando una forma de detener una guerra civil.
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